El efecto Pigmalión

¿De qué manera pueden verse alterados nuestros comportamientos a partir de las creencias que los demás tienen sobre uno? ¿Las expectativas favorables que sobre nosotros tiene nuestro entorno de afectos y amistades puede llevarnos a llegar más allá de lo que esperamos? O por el contrario, ¿cuántas veces ni lo hemos intentado o nos ha salido mal movidos por el miedo al fracaso que otros nos han transmitido, por su falta de confianza, por su invitación a la resignación y al abandono?

No es descabellado afirmar que cada día en nuestras vidas hay actos que suceden porque, consciente o inconscientemente, estamos respondiendo a lo que las personas que nos rodean esperan de nosotros, para lo bueno y para lo malo. Puede tratarse de la expectativa del amigo, de la pareja, del jefe e incluso de nuestros hijos. Lo que los demás esperan de uno puede desencadenar en un conjunto de acciones que nos lleven mucho más allá de lo que podemos imaginar, en lo mejor y en lo peor. A este principio de actuación a partir de las creencias y expectativas de los demás se lo conoce en psicología como el Efecto Pigmalión.

Tan curioso nombre nace de la leyenda de Pigmalión, antiguo rey de Chipre y hábil escultor. Ovidio en su “Metamorfosis” recreó el mito y nos contó que Pigmalión era un apasionado escultor que vivió en la isla de Creta. En cierta ocasión, inspirándose en la bella Galatea, Pigmalión modeló una estatua de marfil tan bella que se enamoró perdidamente de ella, hasta el punto de rogar a los dioses para que la escultura cobrara vida y, de este modo, poder amarla como mujer real. Venus decidió complacer al escultor y dar vida a esa estatua que se convirtió en la deseada amante y compañera de Pigmalión. La expectativa cargada de deseo se hizo finalmente realidad.

Como vemos en la leyenda, el Efecto Pigmalión es el proceso por el cual las creencias y expectativas de una persona respecto a otro individuo afectan de tal manera su conducta que el segundo tiende a confirmarlas. Un ejemplo sumamente ilustrativo del Efecto Pigmalión nos lo legó George Bernard Shaw, quien en 1913 creó, inspirado por el mito, la novela “Pigmalión” que años más tarde, en 1964, fue llevada al cine por George Cukor bajo el título “My Fair Lady”. En esta cinta, el narcisista profesor Higgins (Rex Harrison) acaba enamorándose de su creación, Eliza Doolittle (Audrey Hepburn), cuando consigue convertir la que es al inicio de la historia una muchacha desgarbada y analfabeta del arrabal en una dama moldeada a las expectativas fonéticas, éticas y estéticas del peculiar Higgins.

En el terreno de la psicología, la economía, la medicina o la sociología, diversos investigadores han llevado a cabo interesantísimos experimentos sobre la existencia y potencia del Efecto Pigmalión. Quizás uno de los más conocidos es el que llevaron a cabo en el año 1968 Robert Rosenthal y Lenore Jacobson con el título “Pigmalión en el aula”. El estudió consistió en informar a un grupo de profesores de primaria que a sus alumnos se les había administrado un test que evaluaba sus capacidades intelectuales. Luego se les dijo a los profesores cuáles eran, concretamente, los alumnos que obtuvieron los mejores resultados. Se les dijo también que era de esperar que estos alumnos destacados en el test de capacidades serían los que mejor rendimiento tendrían a lo largo del curso académico. Y así fue. Al finalizar el curso, ocho meses después, se confirmó que el rendimiento de estos “muchachos especiales” fue mucho mayor que el resto. Hasta aquí no hay nada sorprendente. Lo interesante de este caso es que en realidad jamás se realizó tal test al inicio de curso. Y los supuestos alumnos brillantes fueron un 20% de chicos elegidos completamente al azar, sin tener para nada en cuenta sus capacidades. ¿Qué ocurrió entonces?

¿Cómo era posible que alumnos corrientes fueran los mejores de sus respectivos grupos al final del curso? Muy simple, a partir de las observaciones en todo el proceso de Rosenthal y Jacobson, se constató que los maestros se crearon una tan alta expectativa de esos alumnos que actuaron a favor del cumplimiento de tal expectativa. De alguna manera, los maestros se comportaron convirtiendo sus percepciones sobre cada alumno en una didáctica individualizada que le llevó a confirmar lo que les habían dicho que sucedería.

Muchos otros estudios similares se han producido en los últimos años que han tendido a confirmar la existencia de este efecto, que por otro lado, es de puro sentido común. Sin duda, la predisposición a tratar a alguien de una determinada manera queda condicionada en mayor o menor grado por lo que te han contado sobre esa persona.

Otro llamativo caso sucedió en una conocida empresa multinacional fabricante de productos de alta tecnología. Los responsables del Departamento de Personal convocaron a una persona de su servicio de limpieza, en el último escalafón de la jerarquía de la organización, que ni tan solo tenía el bachillerato finalizado, y le dijeron al hombre en cuestión que era, entre todos los miles de miembros de la empresa, quien estaba mejor capacitado para, en el plazo de dos años, ocupar un altísimo cargo de responsabilidad técnica, y que para ello contaría con todos los medios y soporte de la multinacional. Las consideraciones éticas sobre este procedimiento darían mucho de sí, pero el caso es que esta persona no sólo llegó a desempeñar las funciones del alto cargo prometido en menos tiempo del previsto, sino que años después siguió prosperando en la organización siendo además una persona con un enorme carisma y consideración dentro de su área. La profecía se cumplió de nuevo a una velocidad y con un éxito extraordinario, más allá incluso de lo que los propios promotores del experimento imaginaban.

En efecto, le perspectiva de un suceso tiende a facilitar su cumplimiento. Y eso ocurre también en muchos otros ámbitos. En el terreno de la investigación científica o social, el investigador tiende muchas veces a confirmar sus hipótesis por descabelladas que parezcan; siempre existe el dato que todo lo confirma. En economía, un caso del cumplimiento del efecto Pigmalión a gran escala se vivió con la crisis económica de 1929. Si muchas personas están convencidas de que el sistema económico se hunde, se hundirá. Incluso hablando de nuestra propia salud, el Efecto Pigmalión se manifiesta en el también conocido Efecto Placebo. De este modo hay quien cree obtener del medicamento lo que necesita obtener cuando en realidad se trata de una pastilla de almidón, neutra, sin principios activos. ¿Por qué cura entonces, en determinados casos, un caramelo inocuo? Simplemente porque el médico nos dice que nos curará. Porque hay alguien en quien creemos que nos asegura que eso nos hará bien y porque deseamos curarnos.

Y claro, ¡cómo no!, volviendo al mito, Pigmalión también hace de las suyas en casos de enamoramiento. No son pocos los celestinos y las celestinas que han generado tórridas pasiones entre personas que, de entrada, no parecían tener química. En algunos casos ha bastado que el celestino en cuestión susurre al oído de las víctimas la insinuación del deseo del otro para que la mirada y el lenguaje del cuerpo cambien radicalmente la expresión que propicia una primera aproximación.

Incluso si analizamos las biografías de grandes genios, mujeres y hombres que a lo largo de la historia han hecho enormes aportaciones a la humanidad en terrenos tan distintos como la ciencia, el arte, el deporte, la empresa, etcétera, veremos que en muchos casos había una persona que tenía una fuerte esperanza depositada en el genio en cuestión y que sin ella, probablemente, la vida del genio habría sido radicalmente distinta.

Y es que Pigmalión tiene una explicación científica: hoy sabemos que cuando alguien confía en nosotros y nos contagia esa confianza nuestro sistema límbico acelera la velocidad de nuestro pensamiento, incrementar nuestra lucidez, nuestra energía y en consecuencia nuestra atención, eficacia y eficiencia.

Las profecías tienden a realizarse cuando hay un fuerte deseo que las impulsa. Del mismo modo que el miedo tiende a provocar que se produzca lo que se teme, la confianza en uno mismo, aunque sea contagiada por un tercero, puede darnos alas.