Querer, saber, hacer y legar

“El ser humano siembra un pensamiento y recoge una acción. Siembra una acción y recoge un hábito. Siembra un hábito y recoge un carácter. Siembra un carácter y recoge un destino.” Paramahansa Yogananda

Carlos Nessi era un buen amigo y un excelente terapeuta que falleció el año pasado. Carlos, como un regalo que pretendía despertar la grandeza interior, repetía a sus clientes: “Lo que des de ti se convertirá en tu riqueza”. Nuestra riqueza es lo que somos capaces de aportar a este mundo en el que nos ha tocado vivir. Nuestra prosperidad depende de que nos demos al otro y, gracias a ese darnos e invitar a crecer al otro, crecemos nosotros. O, como diría el también amigo Alejandro Jodorowsky, “Lo que das, te lo das; lo que no das, te lo quitas”.

Nos pasamos la vida buscando fuera lo que llevamos dentro. Nos perdemos en largos viajes cuyo destino final es siempre, invariablemente, volver a casa tras haber abierto la mente y haber madurado, conscientes de que no encontraremos nunca fuera aquello que tanto anhelamos y que no es más que nuestro propio grito interior, la voz de la vida que, a través de nosotros, nos reclama para darle un sentido, llenarla no incorporando cosas —objetos—, sino más bien todo lo contrario, dando lo que nos ha sido dado a modo de dones, talentos, anhelos, ideas, utopías deseadas. Pero esa plenitud solo la alcanzan aquellos que constatan en su fuero interno que venimos a esta Tierra a servir y a amar, a cuidar y a legar, y que ese es el origen y el fin de todo viaje.

Si tuviéramos que establecer una metáfora, una analogía entre la búsqueda de un tesoro y las habilidades necesarias para conseguirlo, a buen seguro que nos vendrían a la cabeza los siguientes elementos: una buena brújula o sextante para localizar la isla, un plano esquemático para saber dónde está enterrado el tesoro, un pico y una pala para excavar y abrirnos paso entre la tierra y la arena hasta el cofre, y además una linterna, por si en momentos de oscuridad nos hace falta una lumbre adicional.

Pues bien, todos disponemos de estos elementos dentro de nosotros, si somos capaces de convocarlos, activarlos y ponerlos en práctica:

La brújula sería nuestra actitud, nuestro querer, la fuerza que nos impulsa en el camino de la vida y la dota de dirección y sentido. Nuestra inteligencia emocional y social es esa brújula, y son nuestras actitudes y valores los que nos ayudan a avanzar con alegría y determinación en la construcción de nuestras utopías y anhelos, son ellos el combustible anímico del que alimentamos nuestro entusiasmo y con el que lo contagiamos a los demás. Hace más el que quiere que el que puede, dice el dicho con gran tino, y si eso es posible, es gracias a la enorme fuerza que genera un ser humano, que sabe que sin una actitud positiva, firme, determinada, generosa y amable nada se puede en la vida, menos aún encarnar grandes proyectos o utopías.

El conocimiento, el saber, vendría a ser el plano, el esquema que indica cómo llegar al lugar donde está enterrado el tesoro. Si la brújula nos guía orientándonos, el mapa nos señala el camino de forma más concreta. El uno no funciona sin la otra: mapa y brújula se necesitan y enriquecen, como lo hacen actitudes y conocimientos bien sintonizados y armonizados. Es fundamental una alta dosis de querer combinada con una alta dosis desaber, de conocimiento diferenciado, de inteligencia lógico-racional que nos lleve a dominar el tema que queremos ofrecer al mundo, para llegar a conquistar nuestro tesoro y poder ofrecérselo al mundo de manera generosa y sostenida en el tiempo.

Pero, ¿de qué sirve una brújula y un esquema sobre un papel, por buenos que sean ambos, si no estamos dispuestos a remangarnos y a mover la tierra a golpe de pico y pala para excavar hasta el cofre? No solo es necesario el querer —la actitud— y el saber —el conocimiento—, sino que también es imprescindible el hacer, el bien hacer, el trabajar. Eso que hoy se conoce como inteligencia práctica, y que consiste en saber aplicar nuestras actitudes y conocimientos a cuestiones operativas, cotidianas, prosaicas incluso, sin las cuales lo real no avanza. Sangre, sudor y lágrimas, si son necesarias, para que con nuestro trabajo lleguemos al tesoro, queriendo, sabiendo y haciendo.

Una vez conseguido el tesoro, nuestra odisea, sin embargo, no termina. El reto entonces es aún mayor: ¿cómo podemos conservarlo, o mejor, cómo podemos hacerlo crecer para que llegue al mayor número de personas posible? ¿Cómo podemos además legarlo a las futuras generaciones para que lo preserven y lo compartan con los que todavía están por llegar? La inteligencia ética y espiritual se encargarán de preservarlo y cederlo a las futuras generaciones aun cuando nosotros ya no estemos en la Tierra. Porque el tesoro es la suma de inteligencias de un ser humano, sea este emprendedor social o económico, o ambas cosas a la vez. Y es que quien es capaz de realizar grandes logros no pertenece a una raza diferente ni es superior a quien sostiene estas páginas, querido lector. Lo que distingue a estas personas es su actitud, su voluntad, su pasión, su preparación, y su manera de comprender el mundo y de armonizar todo ello en la acción.