¿Somos conscientes de la importancia de reconocer el talento? ¿Nos dedicamos activa y conscientemente al ejercicio de la mirada apreciativa y del reconocimiento del otro? ¿Qué impacto tiene en el vínculo humano, en los procesos y en los resultados la gestión de los signos de reconocimiento?
Pocas veces nos paramos a pensar que la vida es un intercambio que se produce a muchísimos niveles, no solo en lo económico o a través de los procesos de comunicación, sino también mediante los estímulos, los signos de reconocimiento positivos o negativos que recibimos de los demás sea en forma de palabras, miradas, gestos, caricias, gritos o silencios. Todos ellos moldean nuestro paisaje interior y consecuentemente nuestra manera de entendernos, de construir una imagen del otro, del mundo y de dar un sentido a la vida.
Claude Steiner, a partir de sus amplias observaciones clínicas en el ejercicio de la psicoterapia junto con el legado que le dejó su maestro, el Dr. Eric Berne, construyó una interesante teoría a la que denominó “la economía de caricias”. (el término anglosajón amplía la definición convencional de caricia como contacto de piel con piel, para hacer referencia a un “signo de reconocimiento” más amplio. Así una mirada, una palabra, o cualquier unidad de atención que dirigimos al otro quedaría englobado bajo este concepto). Steiner y muchos otros han investigado los efectos que ejerce sobre el ser humano crecer y vivir en una abundancia o escasez de signos de reconocimiento que, para sintetizar, llamaremos caricias.
Es obvio que no sólo vivimos de pan, ni tan solo de aire ni de agua. Para sobrevivir, para crecer, necesitamos el afecto, la ternura, la caricia, la mirada, la palabra, el gesto, el contacto del otro. Somos seres sociales por naturaleza. Ya desde la fragilidad de nuestras primeras horas nos manifestamos como la especie que mayor necesidad tiene de que alguien le ampare, le cuide y le dé afecto. Incluso hay quien sostiene que existe una necesidad innata para ese amor, para esa unión vincular que propicia la supervivencia de nuestra especie. Hoy las evidencias científicas aportadas a lo largo del siglo pasado por los doctores Chapin, Banning, Spitz, Bowlby y muchos otros nos muestran que no solo necesitamos la caricia, el reconocimiento y el cuidado del otro, sino que sin ellas nos sentimos mal hasta el punto de poder enfermar e incluso morir. Y eso sucede no sólo en la tierna infancia, también en la adultez una insana dieta de signos de reconocimiento puede generar marasmos emocionales y físicos.
Estos especialistas han demostrado que la falta de caricias, entendidas como decíamos, en un sentido amplio, más allá del gesto o del roce de piel con piel, pueden provocar en el recién nacido un retraso en su desarrollo psicológico y una degeneración física tal que le lleve hasta la muerte a pesar de tener el alimento y la higiene que, en teoría, aseguren su supervivencia. El hambre de estímulos tiene tanta influencia en la supervivencia del organismo humano como el hambre de alimentos. Cuando un ser humano no recibe la cantidad mínima adecuada para su supervivencia, entra en un proceso de enfermedad y muere, y esto puede ser válido a cualquier edad.
William Faulkner en su novela “Las Palmeras Salvajes” hizo decir a uno de sus personajes: “Si tuviera que elegir entre el dolor y la nada, elegiría el dolor”. Quizás la sensación de no saberse amado, de no tener nada, de vivir en un vacío emocional, intelectual y sensorial es mucho peor que el dolor que, de alguna manera, nos significa que estamos vivos.
Hay sin duda una correlación positiva entre la ternura, el cuidado, el afecto y la atención humana con el desarrollo psicológico, emocional, intelectual y físico. Nacemos hombres y mujeres pero devenimos humanos gracias a la caricia, al estímulo amable, a la ternura, a la compasión, a la gratitud, y también gracias al límite necesario que nos pone en contacto con la realidad y que se administra desde la disciplina que busca el bien común.
Leo Buscaglia, en su libro “Amor. Ser persona”, afirma: “A pesar de que el niño no conoce ni comprende la dinámica sutil del amor, siente desde muy temprano una gran necesidad de amar y la falta de amor puede afectar a su crecimiento y desarrollo e incluso provocarle la muerte”. También hoy sabemos que la falta de amor y de lo que él surge (cuidado, atención, voluntad de comprensión, respeto, reconocimiento, gratitud, ternura, etc.) es la causa principal de una buena parte de las enfermedades psicológicas que no paran de ir en aumento en Occidente: desde la angustia, pasando por la depresión hasta la neurosis e incluso la psicosis nacen, en mayor o menor medida, de esta carencia. Sin el trato amable no se satisface una necesidad fundamental que nos permite seguir sintiéndonos bien, experimentar la alegría, desarrollarnos: sin signos de reconocimiento es más difícil crecer.
Pero yendo más allá, las ideas que Steiner refleja en su libro “Los Guiones que vivimos” apuntan a direcciones muy interesantes: las caricias son imprescindibles para sobrevivir, concluye este especialista; si no las recibimos, se pone en marcha un mecanismo de supervivencia instintivo que nos lleva a demandarlas –a menudo de manera inconsciente- a cualquier precio. Bajo esta premisa estamos dispuestos incluso a recibir “caricias negativas” antes que no recibir ninguna caricia, o parafraseando de nuevo a Faulkner, preferimos el dolor a la nada, la bofetada a la ignorancia, la pena al vacío, el desprecio a la indiferencia, el grito a la apatía, el conflicto a la nada. Es a partir de este mecanismo que se pueden comprender determinados comportamientos humanos que van desde el masoquismo hasta la rebelión gratuita. Por ejemplo, el niño que se rebela reiteradamente y sin motivo “objetivo” aparente quizás lo que hace es buscar con desesperación la atención de unos padres ausentes. Quizás el pequeño, con su comportamiento agresivo, rebelde, transgresor hace una llamada exasperada a la atención de sus padres para que éstos le marquen un límite o aún mejor, para que estén por él de verdad.
Lo mismo sería válido para la persona del equipo que provoca discusiones o disfunciones sin un objeto claro. Probablemente está buscando una mirada, una atención que no sabe cómo obtener de otra manera.
El Doctor René Spitz, en los años sesenta, estudió las diferencias en la evolución biológica y psicológica de niños residentes en dos instituciones diferentes de la ciudad de Nueva York. Las dos instituciones diferían en cuanto a la estrategia de acercamiento a los pequeños, el contacto físico y la nutrición. En una de ellas los niños podían ver a diario a una persona, normalmente su madre. En otra, una sola enfermera se hacía cargo de grupos de ocho a diez niños. Spitz concluyó que en el primer grupo se observaba una tendencia continuada al alza en la mejora física, psicológica e intelectual, mientras que en el segundo grupo el descenso en estos indicadores era abrumador.
Pero no solo sufre quien no recibe caricias, sino también quien no las expresa. En una investigación realizada en la Universidad de Stanford dirigida por James Gross, se concluye que suprimir la expresión de las emociones conlleva altos costos psicológicos, sociales y en la salud. A partir de esta investigación, las personas que no suelen manifestar sus emociones son más infelices y se sienten más aisladas. Es más, aparentemente la supresión de la expresión de estas emociones no reduce y hasta puede aumentar la experiencia de emociones negativas, como un disgusto, ansiedad, tristeza y vergüenza. Por este motivo, los individuos que suelen suprimir la expresión de sus sentimientos, generalmente manifiestan más experiencias negativas y menos positivas. Además, la falta de expresión de los sentimientos genera un mayor estrés psicológico, tanto en quien suprime su expresión como en la persona con quien interactúa (en los estudios, éstos mostraron un aumento importante de la presión sanguínea). Por otra parte, la supresión de la expresión de las emociones se asocia a una baja de la inmunidad fisiológica.
Y es que, sin duda, necesitamos de los demás, necesitamos el vínculo, el afecto, el reconocimiento mutuo. Hay un intercambio fundamental más allá del económico y que es el principal motor de la vida, un intercambio esencial a partir del cual se construye la esperanza y el sentido de la vida: el intercambio de signos de reconocimiento, de caricias. Cuando se produce, se genera el sustento sobre el que nacen la confianza, el compromiso, el respeto y la admiración, impulsores del talento por emulación e imitación.
Porque en efecto el talento lo cultivamos en el ejercicio activo de nuestras múltiples inteligencias, pero además el talento crece y se multiplica gracias a la calidad en lo que nos une como seres humanos, en lo que nos hace pasar de ser un grupo (donde no hay sinergia), a un equipo (donde sí la hay).
En la medida en que se propicia una dialéctica apreciativa desde el respeto y el rigor se refuerza el vínculo entre las personas. Es entonces cuando surge el Efecto Pigmalión (del que ya hemos hablado en otro artículo), y la inteligencia se contagia por efecto emocional, por resonancia desde del respeto, la admiración y la voluntad de emulación. Podemos ser un ejemplo de talento operativo, pero también debemos serlo de talento emocional. La sinergia entre ambos es poderosísima. Practiquemos entonces el reconocimiento del talento, no seamos parcos en caricias. Ya lo decía Gandhi, “un cobarde es incapaz de expresar amor, hacerlo está reservado a los valientes”, porque se requiere coraje para reconocer la grandeza, y eso en sí mismo, es también una manifestación de talento emocional y social. Es así como el talento crece, desde la voluntad de respetar, reconocer e impulsar al otro para que pueda ser quien está llamado a ser. Es así como todo el equipo y el sistema puede crecer perennemente: talento que cuida al talento.