“Es preciso saber lo que se quiere; cuando se quiere, hay que tener el valor de decirlo, y cuando se dice, es menester tener el coraje de realizarlo.” Georges Benjamin Clemenceau
Decía Vincent Van Gogh, “¿qué sería de la vida, si no tuviéramos el valor de intentar algo nuevo?”. Él sabía bien de lo que hablaba. Su estilo, claramente distinto al de sus colegas, generó la perplejidad, el rechazo y la incomprensión de sus coetáneos, pero años más tarde la belleza de su obra conmueve a millones de personas en todo el mundo. Le llamaban “el loco del pelo rojo”. Pese a todo, se arriesgó.
En la dimensión empresarial, Thomas Alva Edison repetía a menudo que en los miles de intentos fallidos que debía superar para crear cada uno de sus prototipos, jamás perdía el ánimo, porque cada error que dejaba atrás era un nuevo paso adelante. Edison y su equipo crearon 1.093 patentes, cifra no superada hasta el momento por un innovador. Gracias a él y a sus colaboradores hoy tenemos un nivel de confort en nuestra vida que sería impensable de no haber sido por su trabajo. Cuando era pequeño, sus maestros y compañeros de escuela consideraban que estaba mal de la cabeza. Pese a todo, se arriesgó.
También encontramos ejemplos en el deporte, como es el caso de Dick Fosbury que revolucionó la técnica del salto de altura creando el hoy conocido como “salto Fosbury”, consistente en correr en diagonal hacia la barra, luego curvarse y saltar de espaldas sobre la barra. Fosbury rompió con las técnicas tradicionales de salto en tijera o de rodillo ventral. Lo interesante del caso es que no era el atleta más alto, ni el más fuerte, ni el más rápido. Pero sí que era un atleta insatisfecho con las técnicas habituales de modo que comenzó a experimentar su nuevo estilo a los 16 años. Siendo un estudiante de la Universidad Estatal de Oregón, ganó el título de la NCAA (Asociación Atlética Nacional de Colegios) y la clasificación a las Olimpiadas. En los Juegos Olímpicos de México de 1968, en la cúspide de su carrera, obtuvo la medalla de oro y fijó un nuevo récord olímpico en 2,24 metros, demostrando así el potencial de la nueva técnica que disparó los registros, cuando otros atletas la incorporaron, a partir de 1990. Su seleccionador nacional le dijo que saltando de espaldas se acabaría matando, que estaba loco. Pese a todo, Fosbury se arriesgó… y ganó.
Es curioso y a la vez triste que la definición que encontramos en el diccionario sobre la voz “riesgo” hace solo referencia a la posibilidad de la pérdida o del fracaso, pero no hace referencia alguna al cumplimiento del anhelo, la realización, el logro o el éxito que viene precedido por el acto de arriesgarse. Dice el diccionario que riesgo es “contingencia o proximidad de un daño, o estar expuesto a perderse, entre otras desgracias”. Es decir, se nos presenta el riesgo como una posibilidad de perder lo que tenemos o de no alcanzar lo que deseamos. De ser así, ¿quién se arriesga? Paralizados por el miedo a perder, perdemos, ya que no nos atrevemos a innovar, a invertir, a apostar, a jugárnosla para crear nuevas circunstancias que mejoren nuestro entorno y el de quienes nos rodean.
A menudo escuchamos que los valientes, los que se arriesgan, los que se la juegan y apuestan por una vida distinta, por crear nuevas circunstancias cuya construcción se prevé difícil, incluso imposible, son unos locos. Pero quizás el coraje no tenga nada que ver con la locura. Probablemente el coraje más que la ausencia de miedo es la consciencia de que hay algo por lo que merece la pena que nos arriesguemos.
El coraje es fuerza al servicio del amor y de la consciencia. El coraje nos mueve porque creemos que aquello que queremos crear, cambiar, construir tiene sentido. Tiene tanto sentido que nos puede llevar a arrostrar nuestros miedos, a enfrentar dragones internos y externos, y partir en un viaje del cual regresaremos completamente transformados, bien porque hayamos logrado encarnar el anhelo que nos llevó a partir, bien porque tras la aparente derrota, habremos aprendido algo nuevo que nos llevará a ver con ojos distintos a la vida, a los demás y a nosotros mismos. Sea como sea, habremos crecido en el viaje interior, si somos capaces de hacer alquimia del dolor y de no dejarnos enloquecer por el éxito o la realización, si hemos sido bendecidos por éstos.
Nuestros anhelos y nuestro coraje van a ir siempre de la mano. El anhelo nos invita a crecer y el coraje nos hace crecer. El primero es semilla, es potencia, es idea; el segundo es acción, transformación, realidad. Y en ese baile, el desarrollo en lo espiritual y en lo real que nos proporciona el coraje, alimenta nuevos anhelos en una espiral cada vez menos densa y más sutil. La danza de nuestros anhelos y nuestro coraje es la que transforma nuestra vida y la de los que nos rodean; es la tierra sobre la que se construye una buena vida. Es esa extraordinaria danza la que hace que las utopías del pasado sean realidades hoy, y que nuestras utopías de hoy, quizás, sean las realidades de mañana.
Los actos que surgen del coraje nos elevan por encima de nuestras posibilidades y dan forma a nuestra vida. Curiosamente, Elisabeth Kübler-Ross considerada la principal autoridad mundial sobre el acompañamiento a enfermos terminales, dice que si se pregunta a una persona que está a punto de morir “¿qué volvería a hacer si viviera?”, la respuesta en la práctica totalidad de los casos es ésta: “Me hubiera arriesgado más”. Cuando, de nuevo, la doctora Kübler-Ross preguntaba al moribundo el porqué de esta respuesta, los argumentos que recibía se caracterizaban por el siguiente estilo de reflexión: “Porque aquello que quería hacer y no hice por miedo; o porque aquello que quería decir y no dije por pudor o temor; o porque aquella expresión de afecto que reprimí por un excesivo sentido del ridículo me parecen en este momento una nimiedad absoluta frente al hecho de morirme. La muerte es algo que no decido yo, la vida me empuja a ello; y ahora, frente a ella, me doy cuenta que todas esas circunstancias que antes me parecían un reto terrible, son una nimiedad comparada con el hecho de que me muero y ya no hay vuelta atrás”. Se trata sin duda de una respuesta cargada de sentido común, si tenemos en cuenta que la vida es una gran oportunidad de arriesgarnos para aprender, crecer, compartir y amar.
Quizás las cosas que nos parecen difíciles no lo son tanto si nos arriesgamos y si pensamos en que gracias al coraje que nace del amor podremos superar muchos retos y dificultades, tal y como lo hizo el maestro Perlman. ¿Y si no lo logramos? Pues por lo menos habremos aprendido algo en el proceso y quizás se abran otras puertas inesperadas en nuestro camino de vida.