La gratitud es amable, es decir, invita a amar. Tanto para el que la expresa como para el que la recibe, la gratitud abre la puerta a compartir, a reconocer y celebrar el valor de lo vivido y la presencia del otro. Quizás estos son buenos argumentos para navegar por el territorio de una virtud que se nos antoja cada vez más escasa.
Agradecer es reconocer e integrar. En la gratitud se genera un doble movimiento. Por un lado reconocemos al otro, nos acercamos a él en un gesto siempre interno y a veces externo, manifiesto. Como la palabra indica, al reconocer amablemente al otro, le volvemos a conocer y accedemos a una nueva dimensión de la relación que nos une. También, cuando la gratitud es espontánea y sincera, tomamos aquello que nos es dado y lo llevamos a nuestro interior. El objeto de gratitud forma desde ese instante parte de nosotros.
“Cuando bebas agua, recuerda la fuente”, reza el proverbio. En efecto, la gratitud nace de la conciencia y en ella la memoria juega un papel esencial. Por ese motivo, el necio es desagradecido ya que es incapaz de reconocer el valor que procede del otro. Porque la vanidad no quiere saber nada de la gratitud. El vanidoso, el narcisista y el egoísta son ingratos. A lo sumo su gratitud es interesada: la expresan esperando mayores favores. Porque aquél que está encerrado en su propia autosuficiencia y en las corazas inconscientes de sus complejos no tiene memoria, no quiere tenerla, luego no quiere reconocer. No porque no le guste recibir, sino porque la gratitud implica manifestar la gracia del otro, lo cual no encaja en su ecuación existencial.
En el extremo opuesto, el ser humano lúcido puede sentirse abrumado, conmovido, por todo cuanto recibe. Gratitud por la vida, por la salud, por la existencia del ser amado, por el libro que revela, el paisaje que conmueve o el recuerdo que da sentido. Pero también gratitud por las pequeñas cosas que son grandes placeres: la conversación amena, el pequeño gesto amable, la mirada cómplice, la caricia casi imperceptible pero deseada.
Y es que no puede haber gratitud sin humildad. ¡Qué bella es la etimología de la humildad! La humildad nos remite al humus; a lo que fertiliza la tierra. Aquello que la naturaleza desprende de sí misma para poder crecer liberándose de los lastres del pasado. Esa liberación deviene el abono imprescindible para el desarrollo que está por venir. Además, la vanidad ciega, pero la humildad revela; porque es real, no es fatua, ficticia ni aparente.
¿Agradecemos aquello valioso que tenemos alrededor antes de perderlo? ¿Somos conscientes de todo cuanto merece la pena ser agradecido? Bien curioso es el mecanismo que tenemos los humanos de dar valor a lo que teníamos justo cuando lo vamos a perder o lo hemos perdido. Con la salud lo vemos claro. Cuando no la tenemos la valoramos como uno de los bienes más sagrados, pero cuando nos sentimos sanos muy pocas veces agradecemos a nuestro cuerpo su imprescindible compañía.
La gratitud es también la alegría de la memoria o el amor a lo que fue, como diría Epicuro. En ella no existe ya el lamento ni la frustración, sino la alegría del recuerdo. Y añade André Comte-Sponville en su “Diccionario filosófico”: “La gratitud es el recuerdo agradecido de lo que ha sucedido”. Con gratitud no hay espacio para la nostalgia. El pasado tiene sentido, incluso la pérdida de aquello tan valioso que la muerte, final inevitable, siempre se acaba llevando. Por ello la gratitud culmina todo proceso de duelo o mejor, es el elemento alquímico esencial que nos ayuda a tirar adelante para superar la pérdida. Tras el dolor atroz que ni las palabras pueden nombrar cuando perdemos al ser amado, tras la negación y rebelión ante la inevitable muerte, sólo nos queda el bálsamo del recuerdo dulce. Cuando en el granito del dolor se abre la brecha del recuerdo que hace emerger la sonrisa y la alegría , entonces la gratitud surge espontáneamente para decirnos que la cicatriz sigue estando allí pero que la herida ya ha sido cerrada.
También la gratitud es un placer. ¿Por qué negarnos a él? Si al placer del favor recibido, del regalo obtenido, del gesto amable, añadimos nuestra gratitud, sumamos al placer de lo primero el placer del reconocimiento al proveedor del bien que hemos recibido. Finalmente, ¿es posible la amistad sin la virtud de la gratitud? Se nos antoja difícil, por no decir imposible. La existencia y la presencia del amigo se vive como uno de los mayores regalos que uno puede esperar recibir en esta vida. Porque agradecer es dar, es compartir; es partir con el otro en el viaje de la existencia y en ese viaje, la gratitud nos hace crecer a todos.
Luego, la invitación es simple: tomemos conciencia de cuanto nos rodea que es objeto susceptible de nuestra gratitud. Permitamos que ésta se manifieste, se exprese. Por ejemplo, agradecer la atención y el tiempo que nos brindan quienes nos acompañan es un placer que merece la pena celebrar. Así que, muchas gracias, y feliz semana.
P.D. Una lectura sumamente estimulante que nos habla con rigor y profundidad de la gratitud y otras virtudes es el “Pequeño tratado de las grandes virtudes” del lúcido y ameno filósofo francés André Comte-Sponville, editado por Paidós Contextos.