Si hay algo que cada vez extraño más en el mundo es el civismo y la amabilidad. En una próxima reflexión abordaré la cuestión del civismo. Hoy deseo compartir unos apuntes sobre la amabilidad.
Amable es el que merece ser amado, si miramos con detenimiento esta bella palabra. Amable es el que hace de la delicadeza, la cordialidad, la empatía y la atención su carta de presentación. El que considera al otro objeto de respeto y de cortesía, el que brinda opciones a la alegría del tercero sin motivo, sin espera de retorno, simplemente por el hecho de alegrarse de su encuentro, aunque el otro sea un desconocido. Quien es amable ofrece la posibilidad del afecto como quien siembra en la esperanza de una cosecha futura.
Amable, en definitiva, es quien brinda la posibilidad de la alegría y del reconocimiento. Amable es también quien regala cortesía, respeto, simpatía y sensibilidad, valores esenciales en la construcción del vínculo, de la confianza (valor esencial) y en consecuencia de la convivencia. No me refiero a la amabilidad impostada, al que se hace el simpático sin ser amable, al que espera un retorno interesado de su campechanía. Me refiero a la amabilidad sincera, espontánea y natural de la buena y bella gente, muchas veces mayor y humilde, que nos muestran cómo educación y formación no tienen por qué ir de la mano. Cuántas bellas personas exquisitamente educadas no recibieron en su día, por avatares de la vida, formación reglada. Y cuántas personas aparentemente bien formadas exhiben una formidable mala educación escasa de todo principio de empatía, respeto y amabilidad.
Quien es educado es amable, quien es persona es amable. Porque la persona amable huye consciente y voluntariamente de la indiferencia o de la apatía frente al otro. En él o en ella, se ha instalado el gesto espontáneo de la emoción que suma. Quien es amable conjuga el verbo cuidar con humildad y delicadeza, verbo que es la clave del amor, porque ¿qué es amar sino cuidar?
La persona amable no invade, no molesta, articula su disposición al otro y al mundo desde el respeto. El amable promueve la cordialidad frente a la apatía, crea una cuerda, un camino, un puente, la posibilidad de una afinidad hacia el otro y hacia el mundo.
Porque quien es amable sin impostura, también es cívico, cuida aquello que le rodea, lo reconoce, lo respeta. Y la expresión de ello puede ser verbal o en un pequeño gesto que nunca es menor (qué poco cuesta expresar un ¡Buenos días!, o un ¡Gracias!, o esbozar una sonrisa desde el silencio, y a la vez qué poco cuesta recoger del suelo el papel que otro soltó sin importarle ensuciar el piso común que compartimos como ciudadanos de este mundo).
La amabilidad y el civismo son dos indicadores claves del nivel de cultura de un ser humano o de un grupo humano.
La amabilidad no es un valor blando, todo lo contrario, hace este mundo más habitable, hace evidente a la bella gente cariñosa y respetuosa, es como seda o bálsamo en pequeñas dosis que nos permite desoxidar y lubricar la existencia. La amabilidad es esencial porque nace de la voluntad de amar y en consecuencia contribuye a la creación de un sentido al por qué vivir.
Extraño con mucha frecuencia la amabilidad, cada vez más. No sé si es una distorsión en mi memoria quizás porque pasan los años y uno mira el mundo con otros ojos, pero hace ya cuarenta años, cuando era niño, tenía la sensación de que vivía en un mundo mucho más amable que hoy, y mucho más cívico, también.
Por ello agradezco e incluso me conmueve cuando veo gestos de amabilidad espontánea y gratuita, en ellos reconozco grandeza que crece en la humildad, benevolencia, buen humor, y también generosidad. Por todo ello no puedo evitar sentir gratitud y reconocimiento cuando alguien la convoca.
Qué poco cuesta ser amable y cuánto cambiaría el mundo con unas mayores dosis de este agradable bálsamo.