La confianza, la excelencia, la innovación y el talento son los cuatro pilares en los que debe asentarse el éxito de una empresa en momentos difíciles.
Cuando escribo estas líneas, España está oficialmente en recesión. El superávit de las Administraciones Públicas, que llegaba a un 2% del PIB hace un año, se ha convertido en un déficit que alcanza el 3% del PIB (el límite del Pacto de Estabilidad de la Unión Europea). El desempleo alcanzará, según las previsiones, el 17%18% de la población activa entre 2009 y 2010 (ya tenemos, desgraciadamente, más de tres millones de parados). En algunos sectores, como el de la construcción y el inmobiliario, la caída de la demanda se ha situado en el 30%, mientras que el turismo ha disminuido un 11%. El modelo de ladrillo y sombrilla que ha sustentado el último “milagro económico” es historia y no hemos encontrado una alternativa para la economía nacional. Varios medios internacionales han coincidido con respecto al desarrollo español en que “la fiesta ha terminado”.
Sin embargo, no todo son malas noticias. He tenido la oportunidad de comprobar que entre nuestras empresas clientes hay cadenas de restaurantes con crecimientos superiores al 10%, empresas de servicios profesionales que han vendido más del 20% sobre el ejercicio anterior, tiendas de ropa con crecimientos anuales de más del 50%… Y lo mismo podríamos decir de empresas de alimentación y distribución, de energía, farmacéuticas, industriales, tecnológicas, bancos, cajas de ahorros, etc. La crisis va por barrios. No sabemos cuánto va a durar, si apenas unos meses, como piensan los más optimistas, o hasta diez años, como le pasó a Japón en su crisis anterior. No obstante, sí podemos augurar todos nosotros con una certeza prácticamente absoluta que habrá ganadores y perdedores.
En esta crisis sistémica de liquidez, de endeudamiento exterior, de desempleo y de demanda débil, en esta crisis provocada por la codicia y la arrogancia, el póker de ases de la partida son la confianza, la excelencia, la
innovación y el talento. Un trébol de cuatro hojas que proporciona la “buena suerte” del crecimiento y la supervivencia. Cuatro elementos intangibles que realmente son clave y marcan la diferencia. Conceptos que en la práctica distinguen a las empresas de éxito de las que no sobrevivirán a la crisis. La confianza, la excelencia, la innovación y el talento comparten, como denominador común, el liderazgo. Vayamos con cada uno de
ellos.
El valor del talento
El talento es más importante que nunca. Incluso en estos momentos de evidente escasez de liquidez, el talento sigue siendo más escaso que el capital, como demuestra el dinero disponible en fondos de capital riesgo y otras fórmulas de financiación. El problema es que la mayoría de las empresas no tienen una idea clara del talento del que disponen, bien porque no le han concedido importancia o bien porque creen que es algo “mágico” que no se puede definir. Confunden el talento con la inteligencia (que, en el mejor de los casos, miden a través de distintas pruebas) cuando el talento va más allá. Talento es poner en valor lo que uno sabe, quiere y puede hacer.
El talento se compone de capacidad (aptitud más actitud) por compromiso en el contexto adecuado. Por tanto, es esencial captar el talento que la empresa necesita. Y para optimizar el talento (y, con él, la productividad, el mal endémico de nuestra economía) a través de una mejora del compromiso son imprescindibles dos condiciones: un proyecto verdaderamente ilusionante y la credibilidad de la alta dirección. Todos podemos comprobar que en esta crisis escasean los proyectos estratégicos que alimenten a través de la ilusión el compromiso de los profesionales y la apuesta por la confianza a través del liderazgo de los directivos. Por el contrario, lo común es la falta de orientación, el desconocimiento de los profesionales sobre la estrategia de su empresa y el miedo en la actuación de los gestores, cuando no el cinismo. Sólo los líderes valientes, entusiastas, optimistas, apasionados, que comunican estos planteamientos a todos los niveles de la organización, saldrán de esa crisis reforzados.
Poner la innovación en práctica
La innovación también se suele mitificar, al vincularla casi exclusivamente a patentes, a proyectos sofisticados de investigación entre la universidad y la empresa y a temas por el estilo. Sin embargo, la innovación en la práctica no suele ser cuestión de “grandes ideas”, sino de un grado de inquietud compartida por todos los miembros de la organización. De olfatear conjuntamente a la búsqueda de oportunidades, de perder el miedo a lo nuevo. Son innovadoras las empresas que fomentan el lanzamiento de nuevos productos y servicios, que escuchan a sus clientes –y sus opiniones– con suma atención (los clientes externos suelen aportar hasta el 80% de las innovaciones), que promueven iniciativas transversales más allá de los compartimentos estancos, que experimentan, que aprenden de los errores, que se atreven a ir más allá y que disfrutan con el inconformismo y la aventura. Están anquilosadas las empresas rutinarias, burocráticas, aburridas, jerarquizadas al máximo, que pretenden certezas nada razonables, que matan las nuevas ideas y que ejercen por medio del control y del miedo.
El hábito de la excelencia
La excelencia es un proceso, un hábito. Consiste en dar, como dice un amigo mío, “liebre por gato”, diez cuando te piden ocho, dar más de lo que el cliente (externo o interno) espera. Superar sus expectativas y “tus” expectativas Sólo mediante la generosidad y la perspectiva de medio y largo plazo hacia los agentes (los clientes, los profesionales, los accionistas y la sociedad en su conjunto) se puede mantener una empresa sostenible. Por
el contrario, la avaricia (dar lo menos posible a todos los agentes) rompe el saco. A muchos nos sorprende negativamente que pocas empresas apuesten en estos momentos por la retribución variable autofinanciada, ambiciosa (entusiasmante), que distinga y compense a los que lo viven con pasión y consiguen resultados extraordinarios, así como el hecho de que, al no ser capaces de distinguir la grasa sobrante del músculo empresarial, muchas empresas sufran hoy “anorexia corporativa”. En las crisis, deberíamos contar con más empresas excelentes y, sin embargo, la excelencia brilla por su ausencia.
Trabajar la confianza
La confianza, citando al gurú Stephen Covey, funciona como una especie de “cuenta corriente emocional”, con sus depósitos y sus reintegros. Confiar –contar con la fe– significa que uno puede anticipar, a ojos cerrados, el comportamiento del otro. Que cumplirá su palabra, que llevará adelante sus promesas. En estos momentos de escándalos financieros y de muchos expedientes de regulación de empleo rígidos, tardíos y poco profesionales, la confianza, ese gran activo social, se echa a faltar en demasía. Sólo con jefes de confianza, con compañeros de confianza, con un ambiente de trabajo de satisfacción, rendimiento y desarrollo, y dando confianza a los clientes las cosas salen adelante. No conviene olvidar que en la actualidad el clima laboral (bueno, malo o regular según los casos) supone el 44% de los resultados de negocio. La mayoría de las empresas ni analizan, ni miden, ni mejoran el clima laboral en cada uno de sus equipos de trabajo.
La clave está en el liderazgo
¿Qué nota le pondría a su empresa en talento, en innovación, en excelencia y en generación de confianza? ¿Qué podría hacer para que mejore cada uno de esos conceptos en su empresa en los próximos seis meses? Todo esto es cuestión de liderazgo. De marcar la pauta, de infundir energía, de conseguir que las personas que forman parte de la organización den lo mejor de sí mismas. Quienes mitifican el liderazgo y lo circunscriben a las grandes figuras sociales (Mandela, Gandhi, Teresa de Calcuta…) o a los ídolos del deporte (futbolistas, atletas, nadadores…) son tan peligrosos e ineficaces como los que creen que el liderazgo es innato, es cuestión
de suerte o está pasado de moda. Estados Unidos necesita liderazgo (ojalá Obama sea el revulsivo). La Unión Europea necesita liderazgo (ojalá avancemos en la construcción europea en este año de la creatividad y la innovación).
Todas nuestras empresas necesitan liderazgo: individual (cada uno de nosotros, desarrollando la inteligencia emocional, que es el 90% del liderazgo), de equipos (para generar sinergias) y organizativo, del conjunto de la empresa. El liderazgo se forja, se desarrolla, a partir de la propia voluntad, del autoconocimiento y del trabajo duro (la “disciplina” como labor del discípulo, como aprendizaje). Es lo que técnicamente se denomina “práctica deliberada”: horas y horas de orientar en el proyecto a los colaboradores, de reforzar lo que hacen bien y lo que pueden hacer mejor, de cohesionar a los equipos, de retar al statu quo, de dar instrucciones con tacto y educación, de fomentar la participación para el compromiso. Ocupamos el puesto 26 del mundo en calidad directiva según el Foro Económico de Davos, un dato deplorable para la octava economía mundial, y eso explica en más del 60% nuestra floja productividad.
No hay vuelta de hoja. Las empresas sostenibles son precisamente las que cuentan con talento (individual y colectivo), las que apuestan por la excelencia, las innovadoras y las que fomentan la confianza en sus clientes, en sus accionistas, en la sociedad. Son las empresas preferidas para trabajar y las más rentables de manera continuada. La estrategia contraria, la de considerar a los profesionales como meros recursos, la de improvisar con respecto a los equipos, la de cortar por lo sano, la de los jefes que dirigen “a piñón fijo” abusando del “ordeno y mando”, la de ofrecer un lamentable servicio al cliente, la de ir a salto de mata, la de creer que la empresa va a sobrevivir con la subvención, hace a las compañías más vulnerables que nunca. Lo triste del asunto es que, aunque llevamos más de veinte años realizando investigaciones serias y rigurosas sobre la rentabilidad de las empresas, la calidad del servicio al cliente y la gestión de las personas que demuestran sin el menor género de dudas lo eficaz que resulta apostar por el talento, la innovación, la excelencia y la confianza para obtener buenos resultados de negocio de forma sostenida, no lo aplicamos. Y todo se debe a una cuestión de creencias, a un “Si no lo creo, no lo veo”. Los directivos y los empresarios que se toman en serio estos intangibles de gestión, más allá de los discursos demagógicos, ya lo hacían antes de la crisis, cuando nuestra economía crecía por encima del 3% anual. Formaban parte de sus reuniones de comité de dirección, estaban en sus agendas, y sus empresas cuentan con “pasión y sistema”. Y los mantienen ahora, porque son muy conscientes de que, desarrollando el talento, la innovación, la excelencia y la confianza, ellos y sus empresas saldrán adelante, de que es la estrategia lúcida. Desgraciadamente, son minoría: según nuestros cálcu los, sólo el 6% de las 1.000 mayores empresas españolas son así de coherentes, fiables, excelentes, innovadoras y talentosas. Son las verdaderas empresas líderes. Lo habitual son las organizaciones “neotayloristas” que separan a los pensantes de los ejecutores, que improvisan en lugar de pensar estratégicamente (confunden la agilidad con apagar fuegos), que trabajan en silos, que promueven la desconfianza y el cinismo, que cuentan con jefes despóticos y/o “colegas”, no con líderes resonantes. Empresas a las que la gente va a trabajar con tristeza, cuando no con auténtico sufrimiento. Empresas con poca productividad y competitividad.
En fin, que no hay peor ciego que el que no quiere ver. Por eso, en el cuarto de siglo que va de 1982 a 2007, la esperanza de vida de las empresas en Occidente ha pasado de 43 años (la mitad de un ser humano) a menos de la tercera parte, 14 años de vida empresarial. En crisis profundas como la actual, persisten en el error (“sostenella y no enmendalla”). En consecuencia, en estos momentos de dificultades e incertidumbre sigue siendo raro encontrar una calidad de servicio al cliente verdaderamente excepcional cuando vamos a una tienda, a un hotel, a un restaurante o a cualquier tipo de establecimiento. Por eso las reclamaciones (a entidades financieras, a compañías aéreas, a empresas de telefonía móvil, a tantas y tantas organizaciones) abundan. Por eso la tristeza y la ira (el 38% de los trabajadores españoles sufren variantes de depresión, ansiedad, angustia, estrés o burnout) son emociones desgraciadamente tan comunes en nuestras empresas. No está de más recordar que nuestro país está en el puesto 29 en competitividad y productividad, con fortalezas como el tamaño del mercado (12 del mundo), una buena infraestructura (22) y un sector empresarial preparado (24), y con oportunidades de mejora como un mercado laboral inflexible (126), un sector público rígido (43), un escaso potencial de innovación (39) y un modelo educativo atrasado (30).
Soy optimista por naturaleza. Por eso sueño con un país como el nuestro en el que, más allá de un clima fantástico y unas gentes cordiales, la mayoría de nuestras empresas sean verdaderamente admirables (creo que, en el fondo, es una cuestión ética), que cuenten con directivos versátiles y eficaces, con climas laborales benignos, con profesionales capaces y comprometidos, con equipos de alto rendimiento, con innovación y con excelencia. Empresas más competitivas y productivas, que funcionen en un entorno global. Ésa es la clave de nuestra economía. Sabemos lo que hay que hacer. Hemos de ser lo suficientemente valientes como para ponerlo en marcha.
Son momentos apasionantes, en los que debemos extraer lo mejor de nuestra esencia y ponernos a prueba. Citando a Shakespeare, “los barcos están más seguros en el puerto, pero no fueron construidos para eso”. Son momentos de tormenta, ideales para los mejores capitanes. Momentos para sentirse especialmente orgullosos del trabajo bien hecho.
Feliz travesía.